Cuando el nombre de la antigua Otompan – Tlaximaloyan (“Lugar donde vive el Otomí” y Lugar donde se corta la madera”) ya había sido reemplazado por el de Taximaroa: bastión del inconquistable reino Púrhépecha, tuvo lugar la llegada de los conquistadores españoles Cristóbal de Olid y “El Tigre” Nuño de Guzmán, cuyos cañones al derrumbar la “Uatzotacate” (muralla), fortificación hecha de troncos de encino de más de 3 metros de alto por 1.70 metros de espesor que defendía la integridad del reino “Michoaque” (Michoacán), destruyeron también siglos de Tradición, Cultura y Teogonía Otomí – Púrhépecha, cosa que nunca lograron realizar los ataques de ejércitos enemigos como los Tecos, Matlanzincas ni aún los poderosos y conquistadores Aztecas. Para entonces tuvo lugar también el arribo de los frailes franciscanos, conquistadores espirituales de la región, quienes se dedicaron a evangelizar y bautizar a la mayoría de los indígenas habitantes de Taximaroa. Entre éstos religiosos venía Fr. Marco de Villalba, el más joven de los frailes, que había abrazado la carrera monacal debido a la temprana muerte de su prometida, una, rubia joven española que sucumbió durante una epidemia de Viruela. Fray Marco vivía dentro de una vorágine de trabajo y sacrificio; era el que más temprano abandonaba el duro lecho; el que más tarde se retiraba a descansar; quien hacía las caminatas más largas hacía los lugares más lejanos de la “Encomienda” para celebrar bautismos, matrimonios o para llevar el viático a moribundos, quizá buscando con ello la paz que su espíritu reclamaba, ya que’ a menudo le asaltaban dudas y sentimientos encontrados sobre su vocación.
No obstante la caridad y bonhomía de los piadosos varones, gran número de, naturales habían huido del “caserío” remontándose a los bosques y cerros aledaños para escapar de las enfermedades que, había llevado consigo la soldadesca hispana; del infamante “hierro” del encomendero que marcaba para siempre su rostro, y degradaba su espíritu; del agobiante “Tesquio”, que los obligaba a desempeñar las labores más arduas en las propiedades de sus “amos”; del Bautismo, que les exigía cambiar su nombre original por el escogido por los franciscanos, a renegar de sus dioses para venerar a la figura de un hombre martirizado y sangrente, a una señora hermosa pero “blanca” y desconocida y a vestir con ropa que les pesaba tanto como la sumisión a que los tenían sometidos.
En lo alto del macizo montañoso que corre al sur de Taximaroa cuyas faldas cubiertas de enormes “Dó” (peñascos o piedras) cortados a pies y de espesos bosques poblados de “Tuí – de” (árboles que gotean resina), Oyameles, Encinos y Ailes en cuyo ramaje moraban el Cenzontle, el Jilguero, el Clarín, la Calandria y el Gorrión, cuyo canto semejaba un coro sacro entonado bajo la umbría y majestuosa cúpula formada por la floresta, el piso de la cual, alfombrado por el “Ocoshal” o “Huinumo” (agujas de pino secas) amortiguaba más aún el cauteloso paso del venado, el tepezcuintle, el coyote, el armadillo, el tlacuache y el conejo, acechados siempre por el feroz gato montes y alertados por el gruñido del Quebrantahuesos y el chillido del gavilán; donde por las noches solo se escuchaba el “Tu-Kurú” (canto del búho), el chirriar del “Gi” (grillo), el aullido del coyote y la densa oscuridad sólo era rota por la intermitente luz de los “alumbradores” o luciérnagas, era donde moraba una joven indígena, hija de un cacique de Taximaroa, quien, en compañía de gran número de aborígenes se había retirado hacia esas soledades para evitar el sufrimiento, crueldad, vejaciones y pérdida de las costumbres y tradiciones de sus mayores.
El venerable anciano había muerto en medio de una gran tristeza al contemplar desde. lo más alto del macizo como en los lugares donde anteriormente se levantaban los “cúes” (pirámides o adoratorios) principales dedicados a “Tata Huriata” (El Padre Sol) y a “Oxomoco” (La Madre Luna) se alzaban ahora extrañas construcciones en lo alto de las cuales campeaba un madero entrecruzado ante el que los españoles se arrodillaban y rendían pleitesía, obligando a hacer lo mismo a sus hermanos de raza. A la muerte del cacique, su hija recibió el cargo y era la ¬que gobernaba al grupo de indígenas que ahí vivían, en chozas alejadas unas de otras y en lo más espeso del bosque para despistar a los soldados hispanos que buscaban a los naturales.
Era esta joven de hermosura netamente indígena, de estatura mediana y formas armoniosas, que aunque carecían de la esbeltez de la caña poseían las redondeces del “guaje”, que no lograban ocultar el “Pahui” de manta bordada de una sola pieza y el “Quesquémetl” de burda lana que la cubrían y protegían de las bajas temperaturas propias de aquellos lugares. Su piel, aunque morena, tenía en sus mejillas el color del “Oxoli” (durazno); sus ojos rasgados eran oscuros como las “pichecuas” y su cabello negro y brillante como el “Ka-a” (cuervo), caía por su espalda hasta casi rozar sus tobillos; su voz era suave y con un dejo melancólico, de ahí su nombre: “Dumitzu” (Tórtola que canta triste). Ella, sola o acompañada de otras doncellas subían diariamente hasta el pico más alto de la montaña, donde se había construido un rudimentario “Cú”, para renovar el fuego sagrado y las ofrendas consagradas a sus dioses y a orar porque los protegieran y no faltara el sustento a sus familias, en las cuales eran escasos los varones. Abajo, en Taximaroa había gran movimiento pues un grupo de soldados acompañados por algunos frailes, (para frenar los desmanes de los primeros) se disponían a subir por las empinadas laderas de la montaña donde vivían Dumitzu y sus familias y que en esa época ellos denominaban “Do- Tuí-de” (lugar donde abundan las rocas y los árboles que gotean resina). Los propósitos de los españoles eran: capturar a los indios que vivían en las alturas, ya que les, hacía falta “mano de obra” para el buen rendimiento de la encomienda y buscar vetas de metales preciosos que les habían informado abundaban en dicha sierra. Los vigías del “Cú” descubrieron la expedición que comenzaban a ascender por las abruptas cuestas del macizo, corriendo a avisar a los suyos para ocultarse en la espesura por lo que a la llegada del grupo español no encontraron alma viviente y menos encontraron las vetas de los ambicionados metales.
Uno de los frailes que formaba parte de la caravana era Fray Marco de Villalba, el cual, al buscar retiro para sus oraciones se adentró bastante en la espesura y no logró encontrar el camino para regresar con sus compañeros, extraviándose en lo más profundo del bosque. Estos lo buscaron y al no localizarlo creyeron que se habría desbarrancado en alguno de aquellos enormes peñascos o que algún animal lo hubiera atacado motivo por el cual regresaron a Taxirnaroa con un hombre menos y sin haber cumplido ninguno de sus propósitos: capturar indígenas y encontrar metales preciosos. En efecto. Fray Marco después de caminar horas y horas por aquellas soledades fue atacado por un gato montés. Herido, hambriento y fatigado descubrió el “Cú” que permanecía solitario con el fuego sagrado encendido y el interior colmado de “ofrendas” consistentes en guajes con agua, elotes, calabazas y chayotes cocidos, peras, duraznos y racimos de capulines y zarzas; comió y bebió lo necesario para reponer sus fuerzas pero su estado febril lo hizo perder el conocimiento quedando al abrigo del santuario donde a la mañana siguiente fue encontrado por Dumitzu, la cual con temor, pero con decisión se acercó a contemplar lo, quedando cautivada por sus facciones que, aunque cubiertas de tierra y sangre, eran finas pero varoniles, lavó sus heridas y refrescó su cuerpo, el fraile recobró la conciencia sorprendido también por la presencia y prestancia de la joven. Con el escaso Otomí del religioso y la “castilla” (idioma español) de Dumitzu, el primero explicó el motivo de su presencia por lo que Dumitzu temiendo por su vida lo condujo al interior de una cueva para ocultarlo, acudiendo diariamente a curar sus heridas con remedios y hierbas silvestres y a proveerlo de agua y alimento.
El flechazo fue mutuo, la belleza y bondad de la doncella, la gratitud del franciscano, su vocación no muy arraigada y la convivencia diaria en aquellas soledades, contribuyeron a que la relación amorosa fuera inevitable, tanto, que Dumitzu olvidando las obligaciones de ‘mantener el fuego sagrado encendido y las ofrendas del “Cú”, pasaba día y noche en compañía de Fray Marco quien olvidándose de sus votos y consagración como sacerdote, se dejó llevar por aquella vorágine de sentimientos mundanos. Ello motivó que su ilícita relación fuera descubierta por los familiares de la hija del cacique, quienes temiendo la ira de sus dioses por el abandono del santuario y el vínculo de su coterránea con un español, celebraron una cruenta ceremonia en, la que Dumitzu fue arrojada desde lo alto del adoratorio, escapando el fraile de sufrir la misma suerte por la oportuna llegada de los soldados españoles que tomaron prisioneros a los indígenas conduciéndolos a Taximaroa donde fueron entregados en calidad de esclavos. Fray Marco, después de revelar su grave falta en confesión y atormentado por el recuerdo de Dumitzu, el quebrantamiento de sus votos y el sentirse culpable de la suerte corrida por los indígenas capturados, fabricó una pesada cruz de madera de encino y con ella a cuestas ascendió penosamente hasta la cumbre donde se encontraba el semidestruido “Cú”, al cual prendió fuego y sobre sus cenizas oficio una póstuma misa rogando a Dios por la salvación del alma de la joven sacrificada y de la suya misma y se arrojo al abismo.
Desde entonces esta parte de la sierra fue llamada “Cerro del Fraile”, ya que a determinadas horas del día y por efecto de las sombras, sobre un peñasco cortado a pico se ve claramente, desde la ciudad, dibujarse la silueta de un sacerdote. Si usted sube a dicha montaña sus ojos se recrearán con el hermoso valle de la legendaria Otompan – Tlaximaloya, asiento de la antigua y valerosa Taximaroa hoy moderna Ciudad Hidalgo. Escuchará el ulular del Bui-Ti (viento), el graznido del “Kaá” (cuervo), el murmullo de las oraciones de Fray Marco de Villalba y el lamento de Dumitzi (la tórtola que canta triste) que llora por su amado y por sus hermanos capturados: los “Bedi-pefi” (indios perdidos y esclavizados).
Leyendas de Ciudad Hidalgo, Michoacán.
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